(Eclo 35,12-14.16-19ª; Sal 33; 2 Tim 4,6-8.16-18; Lc 18,9-14)
Nos es más que conocida la parábola del fariseo y del publicano. Ambos personajes representan los dos extremos religiosos de la sociedad judía. La parábola, según el primer versículo, va dirigida a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás (v. 9). Al leer o escuchar la parábola, fácilmente nos identificamos con el publicano, aunque nuestro comportamiento tenga más del fariseo, porque acostumbramos a pedir perdón, aunque muchas veces vaya revestido de una falsa humildad, forma sutil del orgullo encubierto.
El fariseo era una buena persona, era un hombre piadoso, cumplía la ley, ayunaba más de lo mandado, solo él era bueno, su corazón estaba lleno de orgullo y agradece a Dios ser mejor que los demás. Su oración es una exaltación de sus buenas cualidades y un desprecio de los demás, especialmente del publicano; considera a Dios y a los demás en función de sí mismo.





